La flor marchita

¿Cuántos apelativos puede tener un país como Colombia?

Por cada persona y sus gustos, la extensión de denominaciones llegaría casi al infinito. Es inevitable suponer que en el listado, muchas de las categorizaciones serán de nuestro agrado personal y muchas más nos causarán un sentimiento de profundo desaire respecto a la consideración íntima que sobre el país hemos construido.

¿Convierte a los que tienen una imagen o concepto desfavorable -o incluso sin llegar a tanto- diferente de la nuestra, en enemigos del país y sujetos de nuestro odio y abominación?, ¿Alguien podría considerar escribirles insultos o improperios de alto calibre a estas personas por expresar en ejercicio de sus plenas libertades una opinión sobre el país donde vivimos?

Ambos cuestionamientos dejaron de ser hace rato simples preguntas retóricas. Lo que en otros tiempos no hubiese demorado un segundo en descartarse, hoy es la lógica imperante y, sin dudas ni temor a equivocaciones, cientos o miles de colombianos avalarían como respuesta la enemistad y el agravio frente al despropósito ajeno de no estimarnos como país, de apreciarnos con una visión diferente o de percibirnos de manera distinta a la que creemos que somos.

La intolerancia en todas sus expresiones forma en gran medida los sentimientos que hoy habitan en una mayoría de colombianos. El ánimo colectivo se nutre desde dos orillas distantes con aquello que piensan y dicen algunos y de lo que piensan y dicen de manera contraria otros. Y cuál circo romano con gladiadores y armas, apenas el sol asoma cada mañana, embisten y arremeten furiosamente cooptando los espacios contra todo aquel o aquello que ligeramente asome sospecha de no ser de los suyos.

Con el devenir tecnológico, la tertulia tranquila de los viejos cafés, aquella donde entre amigos se opinaba y debatía con fogosidad pero igualmente con cordialidad, dio un paso al lado para transformarse, en el contexto de la globalidad, en una «organización de individuos unidos», cuyo poder y fanatismo en redes sociales e internet es consecuente con el de sus propias naciones y líderes en el territorio físico.

Bandadas de agresivos opinadores hoy mantienen a raya muchas posibles y necesarias posiciones con las que bien podría construirse un debate abierto. Son centenares o miles los colombianos que han preferido desertar del campo teórico y dialéctico que otrora enriquecía la generación de ideas. Son pocos los que desean ver su nombre deshonrado sin posibilidad de resarcirlo o esculparlo, frente al despiadado matoneo que inmenso en hipérboles, pisotea con frases canallas, la opinión que para otro ha sido fruto de un esfuerzo pleno de conciencia.

En Colombia, hay temas que ya no pueden tocarse sin caer en estigmatizaciones y alinderamientos ideológicos declarados por los contrarios. Hablar de paz nos vuelve amigos de la guerra o de las Farc . No hay puntos intermedios, se es lo uno o se es lo otro. Ni siquiera se hace posible suponer que hayamos podido construir con razones auténticas el concepto que sostenemos.

En Colombia cualquier apunte desprevenido o consciente sobre disimiles asuntos puede terminar convertido en un ataque homofóbico o racista, en una persecución ideológica o política que produce de inmediato alistamiento de tropas y por supuesto, la desviación instantánea del asunto inicialmente tratado.

Episodios reales sobran. Un alcalde declarándose perseguido por el procurador por sus ideas políticas, una ministra señalando que es víctima del matoneo por su tendencia de género, un expresidente y sus partidarios reclamando contra fallos amañados de la justicia, y hasta el mismo Gobierno sosteniendo que la oposición lidera campañas de difamación, son las manifestaciones cotidianas con las que además de evadir la ley, desatender procedimientos establecidos, desconocer los fallos judiciales y descalificar pruebas, se irrespeta también desvergonzadamente a un país y a su gente.

La trama está tan bien montada, que a diario son cientos de miles de personas las que libran las batallas por ellos. Una batalla con el costo fatal de deslegitimar instituciones, evadir sanciones, y levantar odios irrenunciables. El grado de polarización es tan elevado que ya no tenemos solamente un país dividido territorialmente por regiones, ahora nos han dividido también por lo que pensamos y decimos. Dejamos de ser una sociedad multicultural y diversa y nos han hecho renunciar a una ciudadanía libre en la intimidad de nuestra conciencia, para convertirnos como al príncipe de las fábulas, en sapos que coreamos un libreto.

Próximo se asoma el tiempo en que tendremos que acreditar en nuestros datos personales, en la hoja de vida o en algún carnet, de qué lado del espectro político y social estamos. Mientras llega, nos seguiremos despedazando como individuos y como país. Donde no hay respeto ni tolerancia por las palabras y pensamientos de otro, no habrá después más que oscuridad. Seremos la flor marchita.

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